miércoles, 18 de marzo de 2009

El Juicio y la Crucifixión

Por Laurence Gardner
(Tomado de su libro «El Legado de María Magdalena»).


En los Anales del Imperio Romano, compilados por el senador Cornelio Tácito en el siglo I, se dice que el hombre llamado Cristo, el fundador de los «notoriamente depravados cristianos», fue crucificado bajo el reinado del emperador Tiberio por el gobernador de Judea, Poncio Pilato. El acontecimiento está, así pues, registrado oficialmente. Sin embargo, no se dan detalles del juicio; ni tampoco detalla el proceso Flavio Josefo en sus Antigüedades Judaicas ni en su La Guerra de los Judíos. El Nuevo Testamento es la única fuente conocida de información a este respecto.

Tal como se cuenta en los evangelios, el juicio de Jesús no fue un juicio en modo alguno, y el argumento está lleno de ambigüedades. Mateo 26:57-59 afirma: «Los que prendieron a Jesús le llevaron ante el Sumo Sacerdote Caifás, donde se habían reunido los escribas y los ancianos... Los sumo sacerdotes y el Sanedrín entero andaban buscando un falso testimonio contra Jesús».

Aún en el caso de que todos estos sacerdotes, escribas y ancianos se hubieran reunido a altas horas de la noche ante la noticia del momento, lo que sigue sin estar claro es que lo hicieran en contra de la ley que decía que el Consejo Judío no podía reunirse por la noche. Lucas 22:66 indica que, aunque llevaron a Jesús primero ante Caifás, el Sanedrín no se reunió hasta que fue de día. Pero esta reunión seguiría siendo ilegal, por cuanto el Consejo del Sanedrín no tenía permitido reunirse durante la Pascua.

Los evangelios afirman que Pedro siguió a Jesús hasta la casa del sumo sacerdote, José Caifás, donde negó por tres veces a su maestro, tal como Jesús había predicho. Todos los relatos coinciden en afirmar que Caifás transfirió a Jesús al gobernador romano, Poncio Pilato, cuya presencia facilitó un interrogatorio inmediato. Esto se confirma en Juan 18:28-31, pero sólo para que aparezca otra anomalía más.

«De la casa de Caifás llevan a Jesús al pretorio. Era de madrugada. Ellos no entraron en el pretorio para no contaminarse y poder así comer la Pascua. Salió entonces Pilato fuera donde ellos y dijo: "¿Qué acusación traéis contra este hombre?". Ellos le respondieron: "Si éste no fuera un malhechor, no te lo habríamos entregado". Pilato replicó: "Tomadle vosotros y juzgadle según vuestra Ley". Los judíos replicaron: "Nosotros no podemos dar muerte a nadie"».

Sin embargo, lo cierto es que el Sanedrín tenía plenos poderes para condenar a criminales y aplicar la sentencia de muerte si fuera necesario. Los evangelios afirman también que Pilato ofreció indultar a Jesús porque «era costumbre que el gobernador liberara a un prisionero en la fiesta de la Pascua». Y, de nuevo, esto no es cierto; nunca existió tal costumbre.

Aunque los apóstoles zelotes, Simón-Lázaro y Judas Sicariote (Iscariote), protagonizara los eventos que llevan al arresto de Jesús, parece que no se menciona ya a Tadeo (el tercero de los líderes de la revuelta contra Pilato) después de la Última Cena, si bien sí que aparece en la historia del juicio. Tadeo era ayudante de la sucesión de Alfeo e hijo devocional del Padre de la Comunidad. En hebreo, la expresión «hijo del padre» incorporaría los elementos bar (hijo) y abba (padre), de modo que Tadeo podría ser descrito como Bar-abba, y resulta que hay un hombre llamado Barrabás que está íntimamente relacionado con la posibilidad de indulto de Jesús a cargo de Poncio Pilato.

De Barrabás se dice en Mateo 27:16 que era «un preso notable»; en Marcos 15:7, que era uno que «estaba encarcelado con aquellos sediciosos que en el motín habían cometido un asesinato»; y en Juan 18:40, que era «un salteador». La descripción de Juan es demasiado vaga, pues los ladrones normales no eran sentenciados a ser crucificados. Sin embargo, la traducción castellana no refleja verdaderamente la implicación original griega, pues léstés no significa tanto «salteador» como «proscrito». Las palabras de Marcos apuntan de un modo más específico al carácter insurgente del delito de Barrabás.

Lo que parece que sucedió fue que, cuando los tres prisioneros, Simón, Tadeo y Jesús, fueron llevados ante Pilato, los casos de Simón y de Tadeo eran del todo claros; se les conocía como líderes zelotes, y estaban condenados desde la sublevación. Por otra parte, a Pilato le resultaba sumamente difícil demostrar nada contra Jesús. De hecho, Jesús estaba bajo la custodia de Pilato porque el contingente judío se lo había pasado a él para que lo sentenciara junto a los otros. Pilato le pidió a la jerarquía judía que le ofrecieran al menos algún pretexto: «¿Qué acusación traéis contra este hombre?». Pero no le dieron una respuesta satisfactoria. Entonces, Pilato sugirió que se lo llevaran los ancianos, «juzgadle según vuestra Ley», les dijo; ante lo cual, se dice que los ancianos dieron una excusa falsa: «Nosotros no podemos dar muerte a nadie».

Entonces, Pilato se dirigió al mismo Jesús. «¿Eres tú el rey de los judíos?», preguntó. A lo cual respondió Jesús, «¿Dices esto por tu cuenta, o es que otros te lo han dicho de mí?». Confundido por la respuesta, Pilato continuó, «Tu pueblo y los sumos sacerdotes te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?». El interrogatorio prosiguió hasta que, al final, Pilato «volvió a salir donde los judíos y les dijo: "Yo no encuentro ningún delito en él"» (Juan 18:38).

En este punto entra en escena Herodes Antipas de Galilea (Lucas 17 23:7-12). A Herodes no le caían bien los sacerdotes, y le convenían a sus propósitos que Jesús fuera liberado, con el fin de provocar a su sobrino, el rey Herodes Agripa. Antipas por tanto hizo un trato con Pilato para asegurarse la liberación de Jesús. Así, el pacto entre el traidor de Jesús, Judas Sicariote, y los sacerdotes quedaba superado por un nuevo acuerdo entre el tetrarca herodiano y el gobernador romano. A partir de este momento, Judas perdió cualquier posibilidad de perdón por sus actividades como zelote, por lo que sus días estaban contados. Según el nuevo acuerdo, Pilato diría a los ancianos judíos:

«Me habéis traído a este hombre como alborotador del pueblo, pero yo le he interrogado delante de vosotros y no he hallado en este hombre ninguno de los delitos de que le acusáis. Ni tampoco Herodes, porque nos lo ha remitido. Nada ha hecho, pues, que merezca la muerte. Así que le castigaré y le soltaré» (Lucas 23:14-16).

Si los miembros del Sanedrín hubieran esperado hasta después de la Pascua, habrían llevado a cabo su propio juicio contra Jesús de forma legal. Pero, siguiendo una estrategia, le pasaron la responsabilidad a Pilato, porque sabían que no tenían cómo sustanciar su acusación. Ciertamente, no tuvieron en cuenta el sentido de justicia de Pilato, ni tampoco la intervención de Herodes Antipas. Pero, durante el transcurso de los acontecimientos, Pilato no supo mantener sus propios objetivos. Intentó reconciliar su decisión de liberar a Jesús con la idea de que se podría ver como una dispensación de la Pascua pero, con ello, abrió una puerta a la determinación de los judíos: «¿Jesús o Barrabás?». Ante esto, «Toda la muchedumbre se puso a gritar a una: "¡Fuera ése, suéltanos a Barrabás!"» (Lucas 23:18).

Pilato insistió en su decisión de favorecer a Jesús, pero los judíos le gritaron «¡Crucifícale!». Pilato preguntó de nuevo, «Pero ¿qué mal ha hecho éste? No encuentro en él ningún delito que merezca la muerte». Pero las probabilidades de salirse con la suya eran escasas y, cediendo a la presión, Pilato liberó a Barrabás (Tadeo). Los soldados romanos le pusieron a Jesús una corona de espinas y lo cubrieron con una túnica color púrpura. Entonces, Pilato lo llevó ante los sacerdotes, diciéndoles, «Mirad, os lo traigo fuera para que sepáis que no encuentro ningún delito en él» (Juan 19:4).

En aquel punto, las cosas iban bien para los ancianos de Jerusalén, y sus planes estaban a punto de tener éxito. El viejo Tadeo quizás hubiera sido liberado, pero tanto Simón Zelotes como Jesús estaban bajo custodia, junto con Judas Sicariote.

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Se erigieron tres cruces en el Lugar de la Calavera (Gólgota) y pusieron a Jesús entre los dos líderes guerrilleros, Simón Zelotes y Judas Sicariote. Pero, en el camino al lugar de la crucifixión, ocurrió algo trascendental cuando un personaje misterioso llamado Simón de Cirene se ofreció para llevar la cruz de Jesús (Mateo 27:32). Se han planteado muchas teorías acerca de quién pudo ser el cireneo, pero su verdadera identidad no importa demasiado. Lo que importa es que estaba allí. Hay una interesante referencia a él en un primitivo tratado copto llamado El Segundo Tratado del Gran Set, descubierto entre los libros de Nag Hammadi, donde se menciona que Simón de Cirene sustituyó una de las tres víctimas. Al parecer, la sustitución tuvo éxito, pues el tratado sostiene que Jesús no murió en la cruz como se supone. De hecho, se cita al propio Jesús después del evento diciendo, «En cuanto a mi muerte, que para ellos fue real, lo fue por causa de su propia incomprensión y ceguera».

En el Qorán musulmán (capítulo 4, titulado «Las mujeres»), se especifica que Jesús no murió en la cruz afirmando: «Sin embargo, no le mataron ni le crucificaron, sino que le presentó uno de su semejanza... Pero, ciertamente, no le mataron». Por otra parte, el historiador del siglo II, Basílides de Alejandría, escribió que la crucifixión se urdió poniendo a Simón de Cirene como sustituto.

Sin embargo, parece que Simón de Cirene sustituyó en realidad a Simón Zelotes, no a Jesús. La ejecución de dos hombres tan destacados como Jesús y Simón no podía permitirse sin hacer algo al respecto, por lo que parece que se llevó a cabo algún tipo de estrategia para burlar a las autoridades judías. Es posible que los hombres de Pilato formaran parte del subterfugio, que dependía de la utilización de un veneno comatoso para engañar a quienes presentaban la ejecución.

Si había alguien que pudiera dirigir una operación así, ese alguien debió de ser Simón Zelotes, jefe de los Magos Samaritanos y reconocido como el mayor mago de su tiempo. Tanto en los Hechos de Pedro como en las Constituciones Apostólicas de la Iglesia se da cuenta de cómo, años después, Simón levitó sobre el Foro Romano. Sin embargo, en el Gólgota, las cosas fueron muy diferentes. Simón estaba vigilado, e iba camino de la cruz.

En primer lugar, era necesario sacar a Simón del apuro, de modo que se organizó una sustitución en la persona del cireneo, que habría estado confabulado con el liberado Tadeo (Barrabás). El engaño se puso en marcha camino del Gólgota cuando, tomando la carga de Jesús, Simón de Cirene se incorporó a la procesión. El cambio debió de producirse en el mismo lugar de la crucifixión, encubiertos por los preparativos generales de la ejecución. En medio del bullicio que debió suponer la erección de las cruces, el de Cirene aparentaría desaparecer para, en realidad, tomar el lugar de Simón.

La tradición gnóstica sostiene que Simón de Cirene fue crucificado «en el lugar de Jesús». Esto no significa que fuera crucificado en vez de Jesús, sino en lo que debía haber sido la ubicación de Jesús. Si se comprende que Jesús representaba el legado davídico, siendo Simón el representante del linaje sacerdotal y Judas, por tanto, el representante del linaje de los profetas, la ubicación de las tres cruces debía observar el rango formal. Según este esquema, la posición del Rey debía estar al oeste (a la izquierda); la posición del Sacerdote debía ocupar el centro; y la posición del Profeta debía estar al este (a la derecha). Por tanto, parece ser que el de Cirene fue puesto al oeste, «en el lugar de Jesús» y, estando Simón fuera de la escena, Jesús debió ser situado en el centro. Esto hace aún más evidente que los soldados romanos debían estar al tanto también del subterfugio.

En los evangelios, la secuencia de acontecimientos que vino después queda cuidadosamente velada, dando muy pocos detalles sobre los hombres crucificados junto a Jesús, salvo identificarlos como «ladrones». Y, de este modo, quedaba montado el escenario: Simón Zelotes estaba en libertad, y podía manejar a partir de ese momento el proceso.

Aunque, normalmente, se representa la crucifixión como un acontecimiento relativamente público, los evangelios afirman (por ejemplo, Lucas 23:49) que los espectadores estaban obligados a presenciar la ejecución «desde la distancia». La tradición occidental ha fantaseado con el lugar hablando de él como de una «colina verde lejana», un tema sobre el cual muchos artistas han desarrollado sus visiones. Sin embargo, ninguno de los evangelios menciona colina alguna. Según Juan 19:41, el lugar era un «jardín» en el cual había un sepulcro privado del cual era propietario José de Arimatea (Mateo 27:59-60). Teniendo más en cuenta las evidencias de los evangelios que las de la tradición popular, es evidente que la crucifixión no fue un espectáculo sobre la cima de una colina, con las cruces contra el cielo y un reparto épico de espectadores. Por el contrario, fue un acontecimiento a pequeña escala en un lugar controlado, un jardín exclusivo que era, de un modo u otro, el «lugar de la calavera» (Juan 19:17).

Los evangelios no dicen mucho más al respecto, pero en hebreos 13:11-13 se nos ofrecen algunas pistas muy importantes sobre la ubicación:

«Los cuerpos de los animales, cuya sangre lleva al Sumo Sacerdote al santuario para la expiación del pecado, son quemados fuera del campamento. Por eso, también Jesús, para santificar al pueblo con su sangre, padeció fuera de la puerta. Así pues, salgamos donde él, fuera del campamento, cargando con su oprobio».

De aquí deducimos que Jesús padeció «fuera de la puerta» y «fuera del campamento». Por otra parte, esto guarda relación con el lugar donde se incineraban los cuerpos de los animales sacrificados. Esta referencia es particularmente importante, pues los lugares donde se incineraban los restos de los animales se consideran impuros. Según el Deuteronomio 23:10-14, «fuera del campamento» identificaba zonas reservadas a modo de pozos negros, estercoleros y letrinas públicas, que eran impuras tanto en lo físico como en lo ritual. Del mismo modo, «fuera de la puerta» identificaba otros lugares públicos, entre los que estaban los cementerios. Además, los Manuscritos del Mar Muerto dejan claro que los cementerios se identificaban con el signo de una calavera debido a que el hecho de caminar sobre los muertos constituía un acto de profanación. De ahí que, como es evidente, el «lugar de la calavera» (Gólgota/Calvario) debía ser un cementerio ajardinado que contenía un sepulcro vacío del cual era propietario José de Arimatea.

En el Apocalipsis 11:8 se nos da la ulterior pista, pues aquí se afirma que Jesús fue crucificado en «la Gran Ciudad, que simbólicamente se llama Sodoma o Egipto». Este detalle ubica positivamente la ubicación del cementerio como Qumran, a la que los Terapeutas identificaban como Egipto, y que se relaciona geográficamente con el centro de Sodoma del Antiguo Testamento.

[...] José de Arimatea (el patriarcal José ha Rama Theo) fue el propio hermano de Jesús, Santiago. Por tanto, no sería sorprendente que se enterrara a Jesús en un sepulcro que pertenecía a su propia familia real.

Desde la época en la que se descubrieron los Manuscritos del Mar Muerto en Qumran, en 1947, se estuvo cavando y excavando hasta bien entrada la década de 1950. Durante este período, se hicieron importantes hallazgos en varias cuevas. Los arqueólogos descubrieron que, en una cueva en particular, había dos cámaras con dos entradas bastante separadas. El acceso a la cámara principal se realizaba a través de un agujero en el techo, mientras que a la otra se accedía por un lateral. Desde la entrada del techo, se hicieron escalones que descendían hasta la cavidad y, para sellar la entrada de la lluvia, había que rodar una gran piedra en la abertura. Según el Manuscrito de Cobre, este sepulcro se utilizó para depositar el tesoro, y como tal recibió el nombre de Cueva del Hombre Rico. Éste era el sepulcro del príncipe coronado davídico, y estaba justo enfrente de otra cueva denominada el Seno de Abraham.

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La profecía de que el Salvador entraría en Jerusalén a lomos de un asno no era la única predicción concerniente al Mesías en el libro de Zacarías, en el Antiguo Testamento. Hubo otras dos profecías (Zacarías 12:10 y 13:6) que afirmaban que sería traspasado y que todo Jerusalén lamentaría su muerte, y que tendría heridas en las manos como consecuencia de sus amigos. Jesús sabía que siendo crucificado cumpliría con todos estos requisitos mesiánicos. Como dice Juan 19:36, «Y todo esto se hizo para que se cumpliera la Escritura».

La crucifixión era tanto un castigo como una ejecución: la muerte mediante una terrible experiencia de tortura que se prolongaba durante varios días. Primero, se extendían los brazos de la víctima y se ataban con correas a un madero, que luego se izaban hasta posarlo horizontalmente sobre un poste clavado en el suelo. A veces, las manos se inmovilizaban también con clavos, pero los clavos por sí solos no podían cumplir con el cometido. Suspendido con todo su peso de los brazos, los pulmones de la víctima se comprimían, muriendo rápidamente por asfixia. Pero, para prolongar la agonía, se aliviaba la presión en el pecho fijando los pies del crucificado al poste vertical. Sustentado de esta manera, el ajusticiado podía vivir durante muchos días, posiblemente una semana o más. Después de un tiempo, y con el fin de vaciar las cruces para nuevas ejecuciones, los verdugos les rompían las piernas para incrementar el peso y acelerar la muerte.

Aquel Viernes, el equivalente del 20 de marzo del año 33 d.C., no había ningún motivo para pensar que los tres hombres crucificados tuvieran que morir aquel mismo día. No obstante, a Jesús se le dio vinagre y, después de tomarlo, «entregó su espíritu» (Juan 19:30). Poco después, un centurión atravesó el costado de Jesús con una lanza, y el hecho de que sangrara (se dice que salió sangre y agua) se tuvo por un indicio de que estaba muerto (Juan 19:34). En realidad, la sangre estaría indicando que estaba vivo, no muerto; no fluye sangre de una herida punzante infligida a un cadáver. En aquel momento, Judas y Simón de Cirene todavía estaban vivos, de modo que les rompieron las piernas.

Los evangelios no dicen quién le dio el vinagre a Jesús en la cruz, pero Juan 19:29 especifica que la vasija estaba allí, preparada y a la espera. Poco antes, en la misma secuencia, se dice que la porción estaba compuesta de «vinagre mezclado con hiel» (Mateo 27:34), es decir, vino agrio mezclado con veneno de serpiente. Según las proporciones, una mezcla así podía inducir la inconsciencia o podía causar la muerte. En este caso, el veneno no se le administró a Jesús con una copa, sino con una esponja, y con una aplicación dosificada desde una caña. La persona que se lo administró fue sin duda alguna Simón Zelotes, que se suponía debía estar crucificado.

Mientras tanto, José de Arimatea, estaba negociando con Pilato el descendimiento del cuerpo de Jesús antes del Sabbath para ponerlo en su sepulcro, de acuerdo con la norma de Deuteronomio 21:22-23, confirmada en el Manuscrito del Templo de Qumran: «Si un hombre, reo de delito capital, ha sido ejecutado y le has colgado de un árbol, no dejarás que su cadáver pase la noche en el árbol; lo enterrarás el mismo día».

Por tanto, Pilato sancionó el cambio de procedimiento, del colgamiento (tal como se manifiesta en la crucifixión romana) a la costumbre judía de enterrar con vida, y luego volvió a Jerusalén, dejando a José con el control. (Quizás sea significativo que en Hechos 5:30, 10:39 y 13:29, las referencias a la tortura de Jesús lo describían como «colgado de un árbol»).

Estando Jesús en un estado aparente de coma y habiéndole roto las piernas a Judas y al de Cirene, las tres víctimas fueron bajadas de las cruces, habiendo estado en ellas menos de medio día. En el relato no se dice que los hombres estuvieran muertos; simplemente, se dice que bajaron sus «cuerpos»; es decir, cuerpos con vida, no cadáveres.

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Al día siguiente era Sabbath, del cual los evangelios tienen poco que contar. Sólo Mateo 27:62-66 menciona algo de aquel sábado, pero habla simplemente de una conversación entre Pilato y los ancianos de los judíos en Jerusalén, tras la cual Pilato envió a dos guardias para vigilar la tumba de Jesús. Aparte de eso, los cuatro evangelios prosiguen su relato a partir del domingo por la mañana. Sin embargo, si hubo un día importante en el curso de los acontecimientos, ese día fue el sábado: del día del Sabbath se nos cuenta muy poco. Este día, día de descanso y culto, fue la clave de todo lo que sucedió, un día sagrado en el cual estaba terminantemente prohibido trabajar.

Al parecer, Simón de Cirene y Judas Sicariote fueron puestos en la segunda cámara de la tumba, mientras el cuerpo de Jesús ocupaba la cámara principal. En el interior de la doble cámara, Simón Zelotes había tomado ya su puesto, con lámparas y con todo lo necesario para la operación. (Curiosamente, había una lámpara entre los objetos que se encontraron dentro de este sepulcro durante las excavaciones de la década de 1950).

Luego, según Juan 19:39, llegó Nicodemo trayendo «una mezcla de mirra y áloe de unas cien libras».

La traducción de «libra» en este caso hace referencia a la litra griega (una variante de la libra romana), una medida de peso equivalente a una nonagésima parte de un talantaios (talento). En términos actuales, esto es aproximadamente el equivalente a 330 gramos. Por lo tanto, 100 «libras» del Nuevo Testamento equivalen más o menos a 33 kilos, una cantidad considerable para que Nicodemo la llevara solo.

El extracto de mirra era un sedante que se solía utilizar en la práctica médica de la época. El jugo de áloe, como explican las modernas famacopeas, es un fuerte purgante de efecto inmediato, exactamente lo que habría necesitado Simón para que Jesús sacara de su cuerpo el veneno.

Es significativo que el día después de la crucifixión fuera Sabbath. De hecho, el tiempo era sumamente importante, pues la operación íntegra de «levantar a Jesús de entre los muertos» (liberarle de la excomunión, la «muerte por decreto») dependía de la hora exacta en la cual se consideraba que daba comienzo el Sabbath.

En aquellos tiempos, no existía concepto alguno de duración fija en horas y minutos. El registro y la medida del tiempo era una de las funciones oficiales de los levitas, que medían el curso de las horas mediante la proyección de sombras en el suelo en determinadas áreas de medida. También se venían utilizando relojes de sol desde el año 6 a.C. Sin embargo, ni las marcas en el suelo ni los relojes de sol eran de utilidad cuando no había sombras. De ahí que se estipularan doce «horas diurnas» (día) y, de igual modo, doce «horas nocturnas» (oscuridad). Estas últimas las medían los levitas mediante sesiones de oración (al igual que las horas canónicas de la Iglesia Católica en la actualidad. De hecho, la devoción del Ángelus, que se celebra por la mañana, al mediodía y a la puesta de sol, se deriva de las prácticas de los antiguos ángeles levitas). Sin embargo, el problema radicaba en que, a medida que los días y las noches se alargaban o se acortaban, era necesario hacer ajustes allí donde las horas se solapaban.

Aquel viernes de la crucifixión en particular, fue necesario hacer un ajuste de tres horas completas y, debido a ello, hay una notable discrepancia entre los relatos de Marcos y de Juan acerca de la cronología de los acontecimientos de aquel día. Marcos 15:24 afirma que Jesús fue crucificado en la tercera hora, mientras que Juan 19:14-16 sostiene que Jesús fue entregado para ser crucificado sobre la hora sexta. Esta anomalía se explica por el hecho de que el Evangelio de Marcos se basa en la medida del tiempo según el calendario helenista (solar), mientras que el Evangelio de Juan utiliza el cálculo hebreo (lunar). El resultado del cambio temporal fue que, como dice Marcos 15:33: «Llegada la hora sexta, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona». Estas tres horas de oscuridad eran sólo simbólicas; tuvieron lugar en una fracción de segundo (al igual que ocurre con los cambios de hora hoy en día, cuando cruzamos entre diferentes zonas horarias, o cuando adelantamos o retrasamos los relojes con los cambios de hora). Así, en esta ocasión, el final de la hora quinta vino seguido de inmediato por la hora novena (nona).

La clave de la resurrección se halla en esas tres horas perdidas (las horas diurnas que se convirtieron en horas nocturnas), pues el recién definido inicio del Sabbath comenzaba tres horas antes de la antigua hora duodécima; es decir, en la antigua hora nona, que se llamaba ahora la duodécima.

En cambio, el mago samaritano Simón Zelotes hizo su trabajo en un marco temporal astronómico y no tuvo que aplicar el cambio horario de tres horas hasta la original hora duodécima. Esto quiere decir que, sin romper ninguna de las normas sobre el trabajo en el día del Sabbath, Simón tuvo tres horas en las cuales pudo hacer lo que tenía que hacer, aún cuando los demás hubieran comenzado ya su sagrado período de descanso. Fue un tiempo suficiente para administrarle a Jesús los medicamentos y para atender los huesos fracturados del cireneo. A Judas Sicariote se le trató sin misericordia alguna, y fue arrojado desde un despeñadero, donde murió (como se cuenta indirectamente en Hechos 1:16-18). La referencia anterior de Mateo 27:5, que dice que Judas «se colgó» indica precisamente el hecho de que, en aquel momento, Judas no había hecho otra cosa que fraguar su propia caída.

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