sábado, 27 de enero de 2024

RA-6.666: El Inicio de La Rebelión de Lucifer

Este 27 de Enero de 2024 se cumplieron 40 años de un hecho trascendental, aunque ficticio. Es lo que narra JJ Benítez, en «RA-6.666», el Capítulo 1 de su novela «La Rebelión de Lucifer», y que les comparto acá.


RA-6.666

Capítulo 1 de «La Rebelión de Lucifer».

Por JJ Benítez


Los cinco diminutos y multicolores veleros que colgaban del techo oscilaron suavemente, mecidos por una súbita corriente de aire. Harold D. Craft Jr., director de operaciones del mayor y más potente radiotelescopio del mundo, levantó la vista. Frente a él, con el rostro demudado y una temblorosa hoja de papel en su mano izquierda, permanecía Rolf B. Dyce, director adjunto de Arecibo.

Harold comprendió que algo grave sucedía. Su colega y amigo parecía atornillado al pomo de la puerta. Y una segunda bocanada de aire agitó los veleros, arrancando reflejos rojos, verdes y azules de sus lustrosos cascos.

—¡Por Dios! —exclamó Craft desde detrás del parapeto de documentos y carpetas que se levantaba sobre su mesa—. No te quedes ahí. ¿Qué pasa ahora?

El astrofísico reaccionó y, tras cerrar la puerta, avanzó a grandes zancadas. Pero, incapaz de articular palabra alguna, se limitó a extender el télex a una cuarta del poblado bigote de Harold.

El director de operaciones del radiotelescopio de Arecibo, dependiente de la universidad norteamericana de Cornell, leyó aquel galimatías matemático en poco más de treinta segundos. A continuación interrogó a Rolf con la mirada. Y éste asintió con la cabeza.

—Entonces estábamos en lo cierto —repuso Craft, levantándose y dibujándose en su rostro un rictus de alarma.

—Sí —balbuceó al fin el director adjunto—, nuestras sospechas han sido confirmadas por el observatorio Einstein, por Monte Palomar, por el centro de astrofísica del Harvard College y por el observatorio Smithsoniano de Cambridge... Estoy asustado, Harold. ¿Qué podemos hacer?

—De momento —replicó el director de operaciones—, seguir vigilando a «Ra»...

Y ambos se precipitaron hacia la puerta.


Cuando los científicos irrumpieron en la sala de tratamiento de datos, la noticia había trascendido ya a los 144 astrónomos y técnicos especializados del radiotelescopio. Y una treintena, adivinando los movimientos del director de operaciones de Arecibo, se había congregado en torno a los dos poderosos ordenadores CDC-3300 y Datacraft 6024/4. 

Harold, al verlos, sonrió maliciosamente, pidiendo calma al inquieto personal a sus órdenes. Y sin más comentarios tomó asiento frente a la consola del CDC, tecleando nerviosamente. La gigantesca antena del radiotelescopio —de treinta metros— buscó la constelación de Orión. Una vez fijada la posición, Harold Craft activó el radar, forzando al máximo su potencia de salida. En ese instante, todas las miradas se centraron en los dígitos verdes que acababan de aparecer en la pantalla del ordenador.

15va transmisión radar-planetario.
2.380 MHz. 
Distancia estimada: 29,760580 unidades astronómicas. 
Hora y fecha de emisión: 15 h (27 de enero de 1984). 
Tiempo estimado para choque de señal-radar: 4 horas y 9 minutos. 
Retorno estimado: 23 horas y 18 minutos. 
Coordenadas: 3 horas y 44 minutos. Inclinación Positiva.

—O.K. —suspiró el director una vez concluido el lanzamiento de la señal radioeléctrica—, ahora sólo nos resta esperar.

Pero algunos de los astrofísicos, sin poder contener su curiosidad, empezaron a interrogar a Craft. Sin embargo, el torrente de preguntas se vio interrumpido por el repiqueteo de uno de los teléfonos de la sala de ordenadores.

—Es para ti —aclaró Rolf, señalando al director de operaciones—. Frank parece muy enfadado...

Harold se hizo con el auricular, adivinando el motivo de la llamada y del disgusto de Frank Drake, director y responsable supremo del radiotelescopio de Arecibo.

—Sí, dime... 

—Harold —estalló Drake—, ¿cómo es posible que sea el último en enterarme? Acaban de llamar de Ithaca pidiendo un informe completo sobre..., ¿cómo diablos se llama?

—«Ra» —intervino Craft sin perder la calma.

—Eso. Pues bien, ¿de qué se trata? Alguien se ha ido de la lengua en el Centro Nacional de Astronomía de Cornell y tengo a un periodista del Washington Post que no me deja respirar... Por favor, ven a mi despacho. 

Cinco minutos después, Harold Craft mostraba a Drake la recién llegada confirmación de los observatorios de Monte Palomar, Harvard y Cambridge. Frank, alisándose nerviosamente su blanca cabellera, exclamó:

—Está bien, está bien, pero empieza por el principio... ¿Qué es toda esa historia sobre «Ra»? ¿Qué está ocurriendo?

—A finales de 1975 —comenzó el director de operaciones—, el telescopio orbital de rayos X del satélite holandés ANS descubrió.un misterioso cuerpo celeste. Se encontraba más allá de nuestro sistema solar y en dirección a la constelación de Orión. Poco después, en enero de 1976, el octavo Observatorio Solar Orbital y los satélites SAS-3, Vela y Uhuru confirmaron el hallazgo. Y ese mismo mes, a petición de Jonathan Grindlay, del observatorio del Harvard College, dirigimos nuestra antena hacia las coordenadas de situación de «Ra».

—¿Y bien? Harold extrajo un pequeño bloc del bolsillo izquierdo de su camisa y buscó entre las hojas.

—Sí, aquí está —comentó, observando de soslayo la cada vez más impaciente mirada de Drake—. Justamente el 27 de enero de 1976 (hace ahora ocho años), nuestro radar detectó el astro a 1.261.440.000 kilómetros de la órbita de Plutón. En los años siguientes, tanto los satélites HEAO-1 como el HEAO-2 y los telescopios de Palomar, Harvard y Cambridge y nuestro propio radiotelescopio han venido siguiendo la trayectoria de «Ra», estimando que su velocidad es de cinco kilómetros por segundo...

—Sigo sin comprender —le interrumpió el responsable de Arecibo.

—Un momento, Frank. Durante estos años, los cálculos de Grindlay y del resto de los astrónomos han coincidido en dos hechos que han provocado una cierta preocupación. En primer lugar, «Ra» viaja directamente hacia nuestro sistema solar. Segundo: se trata de un cuerpo celeste singular, con una órbita cuyo período de revolución ha sido calculado en 6.666 años.

—¡Un astro periódico! —exclamó Drake palideciendo—. Pero ¿estáis seguros?

El director de operaciones respondió con un denso y significativo silencio.

—Un momento, un momento —intervino nuevamente Drake—. Si no he comprendido mal, ese astro viaja a razón de cinco kilómetros por segundo. 

Harold asintió.

—¿Y para cuándo se estima que cruce la órbita de Plutón?

Craft señaló el télex recibido esa misma mañana en Arecibo y rogó a Drake que lo leyera con detenimiento.

—Vamos a ver...

El dedo índice de Drake empezó a recorrer afanosamente el texto.

—Sí..., aquí está: «...Y de acuerdo con estos cálculos —leyó el director—, estimamos que "Ra" alcanzará la órbita de Plutón hoy, 27 de enero, situándose a una distancia del Sol de 29,760580 unidades astronómicas. Rogamos nueva comprobación radar».

Drake abandonó la lectura del télex e interrogó de nuevo a Harold:

—¿Habéis emitido la señal?

—A las 15 horas. Justamente cuando tú has telefoneado.

—¿Y qué opinas?

—No sé... 

Craft parecía resistirse.

—¡Por Dios, Harold! Habla con claridad...

—Está bien. Pero no debemos alarmarnos... Aún faltan muchas comprobaciones...

—¡Habla, maldita sea! ¿Qué ocurre con «Ra»?

—Como te he dicho, su actual trayectoria apunta casi directamente a la Tierra. Pero puede ocurrir que el paso entre Saturno y Júpiter varíe sensiblemente su curso...

Drake cortó la contemporizadora explicación del astrónomo:

—¿Qué estructura tiene?

Gerry Neugebauer, de Palomar, obtuvo hace meses unos primeros informes, gracias a uno de sus satélites de infrarrojo. «Ra» tiene un núcleo frío algo superior al de nuestro planeta. Pero lo más desconcertante es que ese núcleo aparece rodeado por una especie de envoltura (no sabemos aún si líquida o gaseosa) cuyo diámetro total resulta muy similar al de Júpiter.

—Eso significa un volumen mil veces mayor que el de la Tierra —masculló Drake, visiblemente confundido.

Harold movió la cabeza afirmativamente.

—¿Y qué dicen Harvard y Cambridge sobre el tiempo previsto para su aproximación a la Tierra?

—Si no hay variaciones, necesitará unos 8.400 días. Es decir, para el año 2006 ó 2007, aproximadamente...

[Nota de Xentor: Contando 8.400 días desde el 27 de Enero de 1984, llegamos al 26 de Enero de 2007].

Drake anotó la fecha sin poder disimular su inquietud.

—Sin embargo —intervino Craft, tratando de suavizar la tensión—, todo esto es teórico... Esta noche, cuando estudiemos la última emisión del radar, quizá podamos precisar un poco más... 

Drake parecía ajeno a las tranquilizadoras frases de su amigo..

—...6.666 años —murmuró—... 6.666 años...

Y dirigiéndose a Harold preguntó:

—¿Qué se sabe de su paso anterior?

—Lo siento, Frank. Sabes que no disponemos de registros astronómicos tan antiguos. A no ser que...

La estudiada pausa dio el resultado apetecido por el director de operaciones del radiotelescopio.

—A no ser, ¿qué?... —clamó Drake.

El joven astrofísico consultó nuevamente su bloc. Y adoptando un tono de prudencial escepticismo afirmó:

—Por pura curiosidad, y ante la imposibilidad de obtener un registro anterior, cuando tuvimos una cierta seguridad en la órbita de este intruso, Rolf Dyce y otros muchachos consultaron al departamento de Historia Antigua de Cornell. Pues bien, según parece existe una leyenda de origen egipcio en la que se habla del paso de un astro. Esa leyenda cuenta que la desaparecida civilización de Atlántida pereció «en el transcurso de un día y una noche, como consecuencia de la aparición en los cielos de "Ra"».

—¿«Ra»?... ¿Es que se trata del mismo astro?

—Sólo es una leyenda —insistió Craft— pero, si concedemos un mínimo de confianza a Platón, recopilador, como sabes, de la leyenda sobre el mítico continente desaparecido de Atlántida, nos encontramos con una curiosa casualidad. Según nuestros cálculos matemáticos, el paso de este cuerpo sideral se produce cada 6.666 años. Eso quiere decir que el anterior registro (de existir en alguna parte) debe remontarse al año 4.660 antes de Cristo, aproximadamente.

—No entiendo adónde quieres ir a parar —interrumpió Drake.

—Muy sencillo. Si Palomar, Harvard y Cambridge coinciden en que «Ra» irrumpirá en la órbita de la Tierra hacia Abril del año 2006, el antepenúltimo paso del intruso hay que fecharlo en el año 11.326 antes de Cristo. Una fecha muy próxima a la señalada por Platón para el catastrófico hundimiento de Atlántida. 

[Nota de Xentor: «Abril del 2006», es un gran error de Benítez, pues los números apuntan, en realidad, hacia fines de Enero de 2007. No obstante, estarían correctas las fechas de 4660 AEC y 11.326 AEC, contando 6.666 años hacia atrás a partir de 2007, teniendo en cuenta la falta de un Año Cero en nuestro Calendario Gregoriano].

Drake sonrió burlonamente.

—Harold, eso sólo son elucubraciones..., y muy poco científicas.

El director de operaciones se encogió de hombros. Y antes de abandonar el despacho comentó:

—Lo sé, pero es mucha casualidad, ¿no te parece?

—Por cierto, ¿cuál es la designación oficial de ese astro?

«Ra-6.666».

—¡Estáis locos! —concluyó Drake—. Bien, infórmame de los resultados de la emisión del radar. Veré qué puedo decirle a ese periodista...

Y el director de Arecibo se enfrascó en una nueva lectura del télex sin percatarse de la enigmática sonrisa que acababa de dibujarse en el rostro de Harold.


A las 15.30 horas de aquel 27 de enero de 1984, Craft cerraba tras de sí la puerta del despacho de su jefe inmediato, Frank Drake. Al fondo del corredor aguardaba Rolf. Al ver a Harold salió a su encuentro. Esta vez, en los ojos de Rolf B. Dyce brillaba una intensa luz. Y a media voz susurró al oído del director de operaciones:

—Buenas noticias, Harold. Acaba de telefonear el Gran Maestro...

Craft llevó su dedo índice a los labios, pidiendo silencio a su amigo. Y tomándole por el brazo le arrastró hasta su despacho.

Tras cerrar con llave, Harold se dirigió a la pizarra que ocupaba buena parte de la pared derecha de su pequeño santuario. Y en silencio escribió:

«¿Ha sido autorizada la transmisión del mensaje?».

Rolf, comprendiendo las medidas de seguridad de su hermano de Logia, tomó la tiza que le extendía éste y, consultando una serie de números escrita a bolígrafo en la palma de su mano derecha, garrapateó nerviosamente sobre el encerado:

«Gran Consejo de Kheri Hebs autoriza a hermano 1-685-819-S a enviar mensaje urgente a "Ra"».

Harold vibró de emoción al leer aquella extraña numeración. Sólo él y el Gran Consejo de los Kheri Hebs o Maestros de la Gran Logia de la Escuela de la Sabiduría conocían la clave que identificaba a Harold D. Craft Jr., como miembro de la citada orden secreta. Una hermandad nacida en el antiguo Egipto, durante la dinastía XVIII —hace 3.350 años—, y firmemente impulsada por el primer Kheri Heb o Maestro, Amen-em-apt, también conocido en la Escuela de los Misterios como Germaá o El Verdadero Silencioso, tal y como consta en el papiro número 10.474 de la Gran Logia. 

El director de operaciones del radiotelescopio tomó de nuevo la tiza y procedió a escribir:

«¿Cuál es el texto del mensaje?».

Rolf extendió la palma de su mano y copió con letras mayúsculas:

«EL JUICIO DE LA TIERRA SERÁ ASISTIDO POR LA RONDA DE LA RUEDA DE RA.
»GLORIA AL DISCO.
»GLORIA A LOS MENSAJEROS SOLITARIOS.
»GLORIA A LA ISLA ESTACIONARIA DEL PARAÍSO.
»144.000 URANTIANOS ESPERAN LA SEÑAL DE "RA"».

Una vez concluido el mensaje del Gran Consejo de los Kheri Hebs, Rolf Dyce procedió a una meticulosa comprobación, palabra por palabra. Confirmada su exactitud, Harold tomó nota del mismo en una hoja de papel en la que podía leerse el siguiente membrete: 

Centro Nacional de Astronomía y de la Ionosfera. 
Universidad de Cornell (110 Day Hall).
Ithaca, N. Y. 14853.

Acto seguido, ambos astrofísicos borraron la pizarra, eliminando hasta el más mínimo vestigio de cuanto habían escrito sobre el encerado.

Algo más tranquilos, Craft y Dyce tomaron asiento en tomo a la mesa del despacho. Y Harold, tras repasar el enigmático mensaje, preguntó bajando el tono de la voz:

—¿Código?

—Conversión a números. Clave de Cagliostro —susurró Rolf.

Y ambos, sin más comentarios, pusieron manos a la obra, codificando el texto que había sido elaborado por el Gran Consejo de los Maestros. Por supuesto, ni Harold ni Rolf se atrevieron a formularse pregunta alguna sobre el sentido de aquella criptografía. Su fe en los Kheri Hebs de la Gran Logia de la que formaban parte era total y eso bastaba.

Y a las 16.15 horas, con el mensaje descompuesto en un total de 201 caracteres numéricos, el director de operaciones de Arecibo y su director adjunto se dirigieron sigilosamente hacia la sala de control del radiotelescopio. 


El centro de tratamiento de datos —tal y como suponían Harold y Rolf— se hallaba desierto. El primer turno de astrofísicos no se haría cargo del programa habitual de emisiones y recepción de señales hasta las 17 horas. Tenían, pues, el tiempo justo para programar el ordenador CDC-3300 y transmitir el mensaje.

Craft se situó frente al teclado, transmitiendo al proyector de láser las coordenadas galácticas de «Ra». En 15 segundos, la antena situada en la plataforma triangular, suspendida a una altura de cincuenta pisos sobre el gigantesco disco cóncavo aluminizado de trescientos metros de diámetro que hace de reflector, quedó definitivamente apuntada hacia uno de los 38.778 paneles individuales de aluminio que constituían el mencionado reflector o cuenco de sopa, como lo denominaban familiarmente en Arecibo.

Harold ajustó finalmente la potencia de salida en 450.000 watios, procediendo a la emisión de los 201 caracteres numéricos. Previamente, el computador había descompuesto el mensaje en cinco grupos de 53, 13, 30, 35 y 34 caracteres, respectivamente, con un total de 36 dígitos suplementarios —estratégicamente distribuidos— que hacían las veces de espacios en blanco. Decodificados, a su vez, en sistema binario, los 201 dígitos fueron transmitidos a una velocidad de 10 caracteres por segundo.

A las 16 horas, 30 minutos y 20 segundos, el mensaje partía, al fin, hacia las profundidades del sistema solar, en busca del misterioso astro «intruso»...

Durante un minuto —a partir del último segundo de la transmisión—, Rolf se mantuvo atento a la pantalla del ordenador, ajustando la frecuencia del mensaje de tal forma que no se viera alterada por el efecto Doppler del movimiento orbital y de la rotación de la Tierra.

Al cabo de ese minuto, el director adjunto respiró profundamente, comunicando a Harold que el mensaje se hallaba ya en la órbita de Marte. Después pulsó el teclado del CDC y esperó.

Casi instantáneamente, una serie de dígitos verdes recorrió la pantalla del ordenador..

—Bien —murmuró Harold—, en 35 minutos alcanzará la órbita de Júpiter y en 71 la de Saturno...

La última línea anunciaba algo que ya sabían los astrofísicos: 

«El cruce con la órbita de Plutón se registraría en 4 horas, 9 minutos».

Ambos, movidos por el mismo pensamiento, consultaron sus relojes.

—El mensaje —sentenció Rolf— será recibido a las 20 horas y 29 minutos.

—Sí —confirmó su compañero—, pero ¿habrá respuesta?

Rolf miró fijamente a Craft.

—Tú sabes que la habrá —añadió rotundo—. Sólo es cuestión de esperar...

✡︎

Esa noche, poco antes de las 23 horas, la sala de control del radiotelescopio de Arecibo presentaba un movimiento inusitado. Ni Harold Craft ni Rolf habían podido convencer a sus colegas para que se retiraran a descansar. Casi medio centenar de astrofísicos esperaba impaciente la inminente recepción de la señal del radar emitida ocho horas antes.

A los mandos del ordenador, el director de operaciones chequeó por enésima vez la posición de la antena de trescientos metros del reflector principal. A su lado, Rolf, con el pelo revuelto y un lápiz sobre la oreja derecha, hizo otro tanto con el segundo ordenador —el Datacraft—, responsable del control de la antena «pasiva» de noventa metros, situada a diez kilómetros al norte del emplazamiento del gigantesco radiotelescopio, vital para la recepción y combinación de los ecos del radar.

«23 horas : 10 minutos : 56 segundos».

El reloj incorporado al ordenador seguía avanzando inexorablemente. Y Harold, con un movimiento mecánico, procedió a la total desconexión y bloqueo del transmisor. Todo estaba a punto. 

«23 horas : 15 minutos : 15 segundos».

El silencio en la sala de control era ya absoluto. Rolf y Harold cruzaron una última mirada.

«23 horas : 16 minutos : 45 segundos».

A pesar de la baja temperatura ambiental —siete grados centígrados—, en la frente de Rolf habían aparecido algunas diminutas gotas de sudor.

«23 horas : 17 minutos : 00 segundos».

Los científicos contuvieron la respiración. Todas las miradas se habían concentrado en el cristal ahumado que protegía los discos del CDC.

«23 horas : 18 minutos : 05 segundos».

Pero el ordenador principal no daba señales de vida. Harold, en tensión, aproximó su rostro al CDC, susurrándole:

—¡Vamos, pequeño!...

«23 horas : 18 minutos : 10 segundos».

Los dos discos dieron un cuarto de vuelta. Y aquel primer movimiento fue acogido con una estruendosa salva de aplausos.

La señal del radar acababa de retornar al radiotelescopio.

Una vez confirmada la recepción del eco, Rolf activó el mecanismo de cartografía. Cinco minutos después, sentado frente a la pantalla del sistema de coordinación de ordenadores, Harold Craft —ante la expectación general— decodificaba los primeros informes de la señal-radar emitida hacia el astro «intruso». 

«Distancia: 29,66 unidades astronómicas».

 El murmullo fue general: «Ra» había rebasado ya la órbita de Plutón.

«Velocidad: 5,1 kilómetros por segundo y acelerando».

El director de operaciones pidió entonces a uno de sus compañeros que efectuara los cálculos teóricos y aproximados de la velocidad de «Ra» a su paso por las siguientes órbitas planetarias.

El resultado estremeció a los científicos.

—Si conserva ese ritmo de aceleración —anunció el astrofísico, guardando su regla de cálculo—, necesitará 3.248,6 días para recorrer los 1.403.400.000 kilómetros que le separan de Plutón a la órbita de Neptuno. Los 1.627 millones de kilómetros siguientes (desde la órbita de Neptuno a la de Urano), considerando el ligero incremento de su velocidad, puede salvarlos en 2.699 días.

»También es probable que al abandonar esta última órbita (la de Urano), su velocidad sea ya algo superior a los 7 kilómetros por segundo. En ese supuesto, los 1.442.600.000 kilómetros que le separarán de Saturno serán cubiertos en 1.669,6 días.

»Desde allí a la órbita de Júpiter la distancia media estimada es de 648.700.000 kilómetros. Pero la aceleración de "Ra" habrá pasado de unos 10 kilómetros por segundo en las proximidades de Saturno a 15 en la órbita de Júpiter. Eso quiere decir que puede recorrer esos 648 millones y pico de kilómetros en algo menos de 500 días...

[Nota de Xentor: Luego dice que, de la órbita de Plutón a la de Marte, son 8.327 días en total. Si sumamos todas cifras, vemos que el «algo menos de 500 días» del recorrido Saturno-Júpiter, deben ser en realidad 455 días, para llegar al total de 8.327 días. O sea, a esta imprecisa cifra de 500 días que pone Benítez, hay que restarle 45 días].

Harold, impasible, fue contabilizando los días.

—...En cuanto a la última trayectoria (desde la órbita de Júpiter a la de Marte), «Ra» necesitará, a razón de 15 a 25 kilómetros por segundo, 254,8 días.

—Todo ello hace un total de 8.327 días o 22,9 años —concluyó Craft, visiblemente desalentado.

 [Nota de Xentor: 8.327 días equivalen, en realidad, a 22,79 años].

—Sí —intervino Rolf—, y si no se produce un milagro, «Ra» se precipitará desde la órbita de Marte a la Tierra en poco más de 75 días, a unos 35 kilómetros por segundo...

[Nota de Xentor: Entonces, a los 8.327 días que le tomaría a «Ra» llegar de la órbita de Plutón a la de Marte, hay que sumarle los 75 días que le tomaría de Marte a la Tierra. Son 8.402 días en total: Unos 23 años].

La alegría inicial de los hombres de Arecibo se había esfumado ante aquel siniestro cálculo.

El angustioso silencio de los astrofísicos fue roto finalmente por el director de operaciones:

—Señores, ésta es la triste realidad: si ese milagro no se produce (si «Ra» no resulta desviado o catapultado por los campos de fuerza de Saturno o Júpiter), su precipitación sobre nuestro mundo puede registrarse entre los meses de marzo o abril del año 2007. 

[Nota de Xentor: Contando 8.402 días desde el 27 de Enero de 1984, llegamos, en realidad, al 28 de Enero del 2007. Aunque, si le sumamos los 45 días que tuvimos que restarle a los imprecisos 500 días del recorrido Saturno-Júpiter, llegamos al 14 de Marzo de 2007. Parece que, por alguna extraña razón, Benítez quiso forzar los números para llegar a Marzo-Abril, y no a Enero de 2007. 

Al final del libro, Benítez pone un recorte de prensa del 2 de Enero de 1984 del periódico español El País, que informa del descubrimiento de un astro en las afueras del Sistema Solar. Dice que, según informa el periódico The Washington Post de USA, está a unos 90.000 millones de kms de la Tierra. Pero la nota del The Washington Post, publicada el 31 de Diciembre de 1983, dice que el astro estaría a unas 50.000 millones de millas («50 billion miles»), lo que equivaldría, en realidad, a unos 80.000 millones de kilómetros.

Benítez dice que, al principio, el astro se dirige hacia el Sistema Solar a una velocidad de 5 kilómetros por segundo. Luego, a partir de la órbita de Plutón, comienza a acelerar su velocidad, a medida que se acerca al Sol. La órbita de Plutón se encuentra a unos 5.800 millones de kms de la órbita de la Tierra. Restando esta cantidad a los 80.000 millones de kilómetros a los que se encontraba el astro, nos quedamos con unos 74.200 millones de kms.

La velocidad de 5 kms/seg equivale a unos 157,8 millones de kilómetros al año, lo que significa que al astro le tomaría unos 470 años en llegar a la órbita de Plutón. A partir de ahí, Benítez nos dice que al astro le tomaría 23 años en llegar a la Tierra.

Sumando 470 más 23 años, llegamos a 493 años. Si fuera cierto que el astro se dirige hacia el interior del Sistema Solar, todo eso es lo que le tomaría llegar hasta la órbita de la Tierra. Si sumamos este número al año 1984, llegamos en realidad al año 2477].

Harold adivinó los pensamientos de sus colegas y abandonando su asiento frente al ordenador central dio unos pasos hacia el gran ventanal de la sala de control. La noche, serena y estrellada, parecía ajena a la tragedia que se aproximaba. Las seiscientas toneladas de la plataforma triangular que sujeta las antenas, iluminada ahora, se elevaba por encima de las colinas del norte de Puerto Rico como una fantasmagórica nave espacial.

—Es mi deber anunciarles —comentó Craft dando la espalda a la noche— que, por supuesto, cuanto han visto y oído es considerado por el Centro Nacional de Astronomía y de la Ionosfera de Cornell como confidencial y alto secreto... Deberá ser el NAIC quien, una vez verificadas todas las comprobaciones lógicas, anuncie o no a la opinión pública mundial los hechos que ustedes conocen...

Y Harold, adoptando un tono menos solemne, rogó a sus compañeros que abandonaran el centro de control.

—Frank Drake —explicó— debe disponer a primera hora de un informe completo... Buenas noches, y gracias...

Y los casi cincuenta astrofísicos, silenciosos y cabizbajos, fueron desfilando ante Craft, quien, cortésmente, había abierto la puerta de la sala invitando a salir a sus amigos y colegas.

A las 24 horas, el director de operaciones cerraba con llave la puerta del centro de control. En pie, junto al ordenador, seguía Rolf. Tenía los ojos fijos en un pequeño mapa, recién extraído del sistema de cartografia. Harold observó un ligero temblor en sus manos e intuyó que las sorpresas no habían terminado...

✡︎

—¿Como es posible?

Rolf B. Dyce repitió la pregunta. Pero, en esta ocasión, tendiendo el mapa a su compañero:

—¿Cómo es posible, Harold?

Craft examinó la recién obtenida imagen del radar de «Ra». El mapa de relieve aparecía como una mancha prácticamente negra y perfectamente circular. Ambos sabían que el brillo y blanqueado de este tipo de mapas de retrodifusión son proporcionales al grado de aspereza de la superficie del astro explorado. En otras palabras: cuanto más oscura es la imagen del radar, más lisa es la superficie cartografiada.

Perplejo, Harold consultó las imágenes obtenidas en 1975 y 1977 del planeta Venus. En aquellas ocasiones, el radiotelescopio había efectuado un magnífico trabajo, cartografiando por radar ambos hemisferios y, en especial, una región situada a 320 grados de longitud este, en pleno hemisferio sur. En dichos mapas, confirmando las sospechas de los radioastrónomos, aparecía, por ejemplo, una enorme mancha blanca bautizada como Maxwell (a 65 grados de latitud norte y 5 grados de longitud este), que no era otra cosa que una gigantesca montaña de 11.000 metros. «Ra», en cambio, a la vista de aquel primer informe del radar, presentaba una de sus caras absolutamente lisa, sin las rugosidades y accidentes naturales que hubiera sido lógico esperar.

—¿Cómo es posible, Harold? —repitió Rolf por tercera vez.

Pero el director de operaciones sólo acertó a encogerse de hombros. Y tomando su regla de cálculo pidió a Rolf que le ayudase en la elaboración de los últimos datos. Al cabo de unos minutos, el diámetro ecuatorial del «intruso» había sido fijado por los científicos en 13.756 kilómetros. Curiosamente, mil kilómetros más grande que el de la Tierra. 

[Nota de Xentor: Este diámetro sería, en realidad, el del núcleo del astro, ya que el diámetro total del astro sería similar del de Júpiter. El diámetro de la Tierra es de 12.742 kms, y el de Júpiter, 139.820 kms. Esto es, casi 11 veces el diámetro de la Tierra].

—¿Y qué hay de esa extraña envoltura de la que hablaban los satélites? —intervino Harold.

Rolf movió la cabeza negativamente, comentando:

—Habrá que esperar a los informes de Monte Palomar. Por cierto, Harold, deberías informar a Drake...

—De eso nos ocuparemos mañana.

Y Craft consultó su reloj.

—Si el Gran Consejo de los Kheri Hebs está en lo cierto, la respuesta de «Ra» será captada por el radiotelescopio a partir de las 24 horas, 38 minutos. Hay que darse prisa. Apenas si nos queda tiempo.

Rolf obedeció en silencio, situándose de nuevo frente al teclado del ordenador principal. Desconectó el radar, activando seguidamente el sistema de recepción de señales radioeléctricas. La antena de 32 metros y 4.500 kg de peso continuaba apuntando hacia las coordenadas galácticas de Ra.

—¿Todo en orden? —preguntó Harold mecánicamente.

—Afirmativo. Pero...

Rolf dudó.

—Pero ¿qué? —le animó su compañero.

—No sé, Harold... ¿Tú crees que habrá respuesta?

—Ahora eres tú el que duda —sonrió Craft.

Y dándole una palmadita en la espalda tomó asiento frente a la pantalla del ordenador auxiliar. 

El reloj de dígitos del Datacraft 6024 señalaba las 24 horas, 5 minutos y 45 segundos.

Rolf, cada vez más nervioso, mordisqueaba la base de su lapicero.

«24 horas : 28 minutos : 15 segundos».

—¡Atento, Rolf!

«24 horas : 38 minutos : 00 segundos».

Esta vez, los radioastrónomos se vieron sorprendidos por el súbito giro de los discos magnéticos del ordenador. La antena del radiotelescopio había empezado a captar una señal...

—¡Harold!... ¡Harold!...

Rolf, pálido como la pared, sólo acertaba a repetir el nombre de su amigo.

—¡Dios de los cielos! —exclamó Harold—. ¡Ahí está la respuesta! El Consejo de los Maestros estaba en lo cierto... ¡«Ra» es mucho más que un simple astro!...

Rolf, hipnotizado por el lento pero continuo y espasmódico movimiento de los discos memorizadores del Datacraft, no escuchó a su compañero.

«24 horas : 38 minutos : 15 segundos».

Seis décimas después, el ordenador se detenía. 

Los astrofísicos se miraron desconcertados.

Fueron segundos espesos. Casi eternos. Pero la recepción —tal y como indicaba el ordenador central—había concluido.

Harold, tratando de dominarse, hizo retroceder las cintas magnéticas hasta el punto cero de la transmisión: 

«24 horas : 38 minutos : 00 segundos». 

Y con manos temblorosas tecleó en busca de la decodificación de las señales.

Las cintas arrojaron en pantalla un total de 156 impulsos, distribuidos —a primera vista— en cuatro grandes grupos. Cada uno constaba de 33, 35, 51 y 37 caracteres, respectivamente. 

Rolf comprobó el tiempo estimado de recepción.

—¡Mira, Harold!... 156 impulsos y un total de 15 segundos y 6 décimas para la transmisión. Eso significa que han sido enviados a razón de 10 caracteres por segundo. ¡Exactamente igual que nosotros!

—¡Tranquilo, Rolf!... ¡Tranquilo! Ajusta el ordenador al código binario. No sé qué es «Ra» ni quiénes lo controlan, pero, si han sido capaces de captar nuestro mensaje, descifrarlo y enviarlo casi instantáneamente, algo me dice que su respuesta vendrá codificada bajo la misma clave.

La decodificación de las señales no tardó en aparecer en la pantalla.

—¡Lo sabía, Rolf! —estalló Harold Craft sin poder contenerse— ¡Son números!

En el monitor, efectivamente, había empezado a dibujarse una serie de dígitos, correspondientes al sistema decimal ordinario.

«21-6666-122121-53-56567-415487-6» en el primer bloque.
«313-31481513-66-3611215-1-315655-6» en el segundo renglón.
«31-5111-45-31-2171-1763-122121-415221-55-66-4113-6» en el tercero.
«53-161317-45-3631852-666-51-3353147-6» en el cuarto y último paquete de caracteres.

[Nota de Xentor: El significado de estos números se revela en el siguiente capítulo («Las 66 Campanadas»), pero lo adelanto aquí.

«RA-6.666 ABRIRÁ EL NUEVO TIEMPO —6.
»LAS CAMPANAS —66— GUIARÁN A SINUHÉ —6.
»LA HIJA DE LA RAZA AZUL ABRIRÁ TIERRA EN 66 DÍAS —6.
»EL JUICIO DE LUCIFER —666— HA LLEGADO —6»].

Ni Rolf ni Harold supieron jamás el tiempo que permanecieron mudos y extasiados ante aquel puñado de verdes y brillantes números, procedentes de más de 4.400 millones de kilómetros...

[Nota de Xentor: La órbita de Plutón, en donde supuestamente se encontraba «Ra-6.666» entonces, está en realidad a unos 5.756 millones de kilómetros de la Tierra].

✡︎

Fue inútil. A pesar de las súplicas de Rolf, Harold Craft se negó a seguir adelante en el desciframiento del mensaje procedente de «Ra».

—Nuestra misión termina aquí —sentenció—. Ahora es el Gran Consejo quien debe actuar...

Y los astrofísicos retiraron las cintas magnéticas, desconectando la gran antena del radiotelescopio. 

Tres horas más tarde, el mensaje original —convenientemente lacrado y sellado— partía del aeropuerto de San Juan de Puerto Rico, con rumbo a un lugar secreto al sur de San Francisco, sede central del Gran Consejo de los Kheri Hebs o Maestros de la Gran Logia de la Escuela de la Sabiduría.

El 1 de febrero, siete altos funcionarios de las embajadas de Venezuela, Gran Bretaña, Francia, Alemania Federal, Suiza, Suecia y Egipto —todos ellos miembros secretos de la Gran Logia, partían desde Washington, Nueva York, Los Ángeles y Miami con destino a sus respectivos países. En sus valijas diplomáticas había sido depositada una carta —presumiblemente con el mensaje procedente de «Ra», definitivamente descifrado—, y en cuyos sobres podía leerse:

«NEWTON. Londres».
«DEBUSSY. París».
«LEIBNITZ. Bonn».
«NOBEL Estocolmo».
«CALVINO. Berna».
«BOLIVAR. Caracas».
«NEFERTITI. El Cairo».

Pocas horas después de la llegada a las mencionadas capitales, las siete misivas eran entregadas, en mano, a cada uno de los Kheri Heb responsable de la Escuela de la Sabiduría en las áreas de la Comunidad Británica, Francia, Alemania Federal, Países Nórdicos, Suiza, América Latina y África, respectivamente.

Sólo los Grandes Maestros de las jurisdicciones de Oriente Medio, Asia y Australasia habían sido excluidos por el Gran Consejo. La razón se hallaba contenida precisamente en aquellas siete enigmáticas y altamente secretas cartas...


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